La primera mañana que desperté en Bali, el aire no era una masa, era una esencia: incienso, tierra húmeda, mango. Sentí que el tiempo, ese tirano occidental, se había detenido ante mi puerta. Hay lugares que no se recorren, se dejan que te penetren. Bali es uno de ellos. La isla no se impone, te abraza con una sabiduría ancestral.
En Ubud, no son solo arrozales; son espejos en los que el cielo se mira. Los templos, más que edificios, son puntos de acupuntura que mantienen viva la energía del mundo. Escuché las oraciones murmuradas que el viento repetía en voz baja, y comprendí de golpe. Mi viaje aquí no era una búsqueda de lo exótico, sino de la más rara de las riquezas: el equilibrio interior.
El ritmo balinés me obligó a reaprender la lentitud. Me senté a observar la lluvia caer sin prisa, entendiendo que el silencio también tiene un sonido y que en él se esconden las respuestas más profundas. Cada ceremonia, cada masaje, cada sonrisa local, me recordaba que la paz no reside en lo que se posee, sino en la cadencia del propio aliento.
Muchos llegan buscando desconexión, pero yo me encontré con algo más… un reencuentro conmigo misma, perdida entre la bruma de mis exploraciones.
Mi experiencia dice: Bali no es un destino. Es el estado del alma al que aspiramos sin saberlo. Ven a conocerte en ella, a ese ritmo que te enseña a respirar.
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