Diarios de una exploradora

Volver a Estambul después de veinte años fue volver a mí

Cómo un lugar puede reflejar el paso del tiempo y el cambio interior.

La primera vez que fui a Estambul tenía poco más de veinte años. Era un viajero entusiasta, con la mochila ligera y los ojos abiertos de par en par. Todo me fascinaba: el caos del bazar, el olor a especias, los minaretes recortando el cielo, los gatos dormidos en cualquier rincón. Fue un viaje veloz, lleno de primeras veces. Me creí explorador. En realidad, era un visitante atolondrado.

Volví dos décadas después. Esta vez con más canas, más pausas y menos urgencias. Estambul me recibió igual de viva, pero con otra cadencia. Me senté frente a Santa Sofía sin cámara, sin guía. Solo para observar. El llamado al rezo, que antes me había resultado exótico, ahora me conmovió sin saber por qué. Caminé por los mismos barrios, pero mis pasos eran otros.

Me reencontré con un viejo vendedor de libros en Galata. No me reconocía, claro. Pero yo sí recordaba aquella conversación fugaz sobre poesía sufí. Compré el mismo volumen que entonces. No por necesidad. Por gratitud. Comí baklava en el mismo callejón, pero esta vez saboreando no solo el postre, sino el recuerdo.

Entendí que quien vuelve a un lugar después de años vive una experiencia distinta, y que hay viajes que deberían repetirse, planeados de nuevo para descubrir otra capa del destino. Lo mismo me pasó al volver a India y a Grecia mística.

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