Reikiavik fue solo un punto de partida. Había llegado a Islandia sin plan, sin compañía, sin prisa. Solo con un coche alquilado y la necesidad de estar sola. No para aislarme del mundo, sino para volver a mí.
Empecé a conducir hacia el norte siguiendo carreteras que parecían dibujadas por el viento. A la izquierda, campos de lava. A la derecha, cascadas que brotaban sin permiso. Frente a mí: el vacío perfecto.
Dormía en cabañas remotas. Desayunaba pan oscuro y café fuerte, mirando por ventanas empañadas. No hablaba con nadie. No por timidez, sino por respeto al silencio que sentía que esa tierra exigía. Islandia no te pide que la interpretes. Te pide que la sientas. Por eso, cuando diseñamos un viaje a medida a Islandia, buscamos que el itinerario se adapte al silencio y no al revés.
Caminé sobre cráteres volcánicos, me sumergí en aguas termales que humeaban entre la nieve, contemplé el sol de medianoche como quien asiste a una ceremonia pagana. Y una tarde, frente al lago Mývatn, sucedió. Me di cuenta de que llevaba horas sin pensar en nada útil. No estaba resolviendo problemas ni haciendo planes. Estaba simplemente… viviendo.
Ese estado, tan raro y tan necesario, también lo he sentido en Japón y en Nepal. Volví a casa sin grandes historias. Pero con una certeza nueva: cuando el mundo se calla, tu voz interior encuentra espacio.
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