Diarios de una exploradora

Nepal me abrió la herida… y me enseñó a sanarla

Una crónica íntima sobre lo que significa viajar con los sentidos abiertos.

No todos los destinos se eligen con la cabeza. A veces, el mapa lo traza el alma.

Nepal apareció así, casi por accidente. No estaba entre los lugares soñados ni en el top de ninguna lista. Surgió como una necesidad silenciosa, como una intuición. Y fue suficiente.

Reservamos los vuelos sin demasiada planificación, guiados más por lo que sentíamos que por lo que sabíamos. Queríamos montaña, cultura, pausa… y algo más que no sabíamos nombrar.

Katmandú nos recibió con ruido, polvo y colores. Con esa mezcla caótica y vibrante que parece confundir al principio, pero que después seduce. En cada calle estrecha, en cada mercado, en cada mirada tranquila, había una especie de certeza primitiva. Como si el país entero supiera algo que nosotros habíamos olvidado. Y pensé: cualquiera que sienta esta llamada merece que le preparemos un viaje a medida a Nepal que capture esta esencia.

La ruta nos llevó hasta Pokhara, donde el Annapurna asomaba como una presencia casi sagrada. Y desde allí caminamos. No hicimos grandes trekkings ni proezas físicas. Caminamos lo suficiente como para cansarnos, para desconectar del ruido del mundo, para que el cuerpo se alineara con la respiración y el tiempo. En el silencio de las montañas, comenzaron a abrirse espacios interiores. Espacios que en casa estaban llenos de ruido.

Hubo un día —y no lo olvidaremos nunca— en el que nos sentamos frente a un lago, sin hablar, y todo se detuvo. El agua quieta, la luz dorada, las banderas de oración agitadas por el viento. Fue un instante breve, pero dentro de él cabía todo. No había preguntas. Solo presencia. Me vino a la mente la calma que también encontré en Luang Prabang y la conexión simbólica de Grecia mística.

Y entonces, en ese silencio, apareció lo que habíamos ido a buscar: una herida antigua, enterrada en la prisa, que el viaje había traído a la superficie. No fue una revelación grandiosa. Fue más bien un susurro. Pero bastó para empezar a entender.

Nepal no nos dio respuestas, ni falta que hacía. Nos ofreció el escenario perfecto para escuchar lo que en casa no se oía. Nos enseñó que viajar también puede ser un acto de reparación. Que hay lugares que no se visitan, se viven. Y que a veces basta con estar —realmente estar— para que algo profundo comience a sanar.

¿Sientes la llamada de Nepal?

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