Diarios de una exploradora

Una siesta en el desierto de Merzouga que me cambió la mirada

Cuando el desierto del Sáhara te enseña a ver con claridad.

Nunca pensé que el momento más transformador de mi viaje a Marruecos sería una siesta. Habíamos llegado al desierto de Merzouga tras un largo trayecto en 4x4. Al principio, todo era asombro: las dunas inmensas, la arena que ardía bajo los pies, los dromedarios perfilados contra el horizonte. Pero fue después del almuerzo, en una pequeña haima a la sombra, cuando sucedió algo que no esperaba.

Caí rendido por el calor y me dejé llevar por una de esas siestas sin reloj. Afuera, el viento dibujaba ondas sobre la arena. Dentro, el silencio era tan absoluto que podía escucharse el corazón. Dormí profundamente. Y al despertar, todo había cambiado. No fuera. Dentro. No era una revelación. Era una quietud.

Miré el desierto de nuevo y ya no era un escenario. Era un espejo. Entendí que el desierto no te da respuestas. Te las borra. Y en ese vacío, uno empieza a ver con más claridad. Volvimos al campamento, cenamos bajo las estrellas y escuchamos música bereber al ritmo de tambores. Pero lo que yo llevaba conmigo ya no era una postal exótica. Era un silencio que se había vuelto mío.

Dormir en el Sáhara fue una experiencia. Despertar allí fue otra muy distinta. Y pensé: este es el tipo de instante que merece un viaje hecho para llegar al corazón del desierto. Si buscas esa calma, la encontrarás también en Luang Prabang o en Japón.

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