Volver al Tíbet fue volver al techo del mundo, el lugar donde el cielo parece una cúpula tangible. La primera lección de la meseta es física: la altitud. El aire es escaso y la respiración es difícil. Esta dificultad no es un obstáculo; es un maestro, pues te obliga a que cada aliento sea consciente y pleno.
El silencio en los monasterios es diferente; no es la ausencia de sonido, sino la saturación de la oración inaudible. Observé a los monjes y su inquebrantable disciplina. Comprendí que su fe es tan vasta como la meseta que pisan. Al pie del Monte Kailash, sentí que mi ego era irrelevante. Es ahí donde la inmensidad de la Tierra me devolvió la humildad que la civilización me había robado.
El Tíbet es el único lugar donde la oración no es un ruego, sino una confirmación de la conexión universal. Vaya para que la inmensidad le devuelva a su verdadero tamaño.
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