Decidí recorrer la distancia entre Moscú y Vladivostok para practicar la meditación en movimiento. Los siete días a bordo del Transiberiano son un experimento de conciencia. El tren se mueve, pero uno está estático, forzado a mirar el mundo a través de un marco de ventana. La paradoja es que la velocidad externa te obliga a la quietud interna.
El paisaje ruso es una lección de escala. Los bosques y las estepas se suceden en una monotonía que, lejos de aburrir, calma la mente. El tiempo se disuelve; se vive en un presente continuo, marcado solo por el tintineo del té en la copa. Lo importante no es el destino, sino la entrega total al viaje.
El Transiberiano no es un medio de transporte; es un retiro espiritual de una semana. Se viaja a través de Rusia, pero se descubre el propio yo.
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